Mis días con Mario Levrero

por Carmen Simón

Homenaje en la Biblioteca Nacional, organizado por Helena Corbellini

(31 de agosto de 2007)

Es una pena grande que Mario se nos terminara yendo. O, al menos, yendo de este mundo tan chingón, porque persiste su presencia alojada en otra forma, etérea, que no tengo ni idea de cómo explicarla lógicamente, ni lo intentaré, y se le siente moverse entre nosotros. Ahora mismo está aquí, y de seguro riéndose por la solemnidad y la suerte de no tener que comparecer corpóreamente, situación de la que siempre procuró disparar. Y, por adelantado, pido disculpas a todos ustedes por el tono festivo con que desde estas tierras mexicanas abordo a Mario Levrero; es mi modo personal de recordarlo.

También, quiero advertir que decidí no entrar a hacer análisis de su trabajo literario, que indudablemente ha trascendido como un referente ineludible en la literatura latinoamericana y española. Y no lo hago, porque además de que no soy una experta en crítica literaria, quiero hoy acercarme al momento esencial, al punto cero de la conjunción entre Mario el hombre y Mario el escritor. En este terreno, al menos en su caso, donde no se distinguen los límites entre ficción y realidad, se arroja alguna claridad sobre sus procesos creativos. Y, sobre todo, se evidencia lo que yo aprecio como su mayor cualidad: la capacidad de ver la oscuridad sin perder la luz.

El taxi del aeropuerto me dejó en Bartolomé Mitre 1376. Tuve que respirar profundamente una y otra vez ante el momento que tantas veces construí en mi imaginación. Era una radiante tarde de octubre. Estaba de vuelta en Montevideo después de tantos años, y estaba frente al severo portón de hierro y vidrio del edificio donde tenía su apartamento Mario Levrero. Sobre la acera dejé descansar mi maleta. Contemplé otro rato más el umbral que habría de atravesar. La revelación me había llegado al decidir el viaje; adivinaba que este paso sería definitivo y que me marcaría drásticamente para el resto de mi vida.

Observé los timbres y encontré el botón blanco del apartamento 7 del cuarto piso, con la leyenda “Dr. Turcio”; reconocerlo como una señal familiar me provocó una gran sonrisa, que me ayudó a ganar un poquito de confianza. Sentía el corazón percutir en rojo. Abrí la mano derecha donde aprisionaba sudorosa un trozo de papel impreso que Mario me insistió en múltiples mails traer conmigo; sus instrucciones eran precisas: “Es posible que llegues antes de las 16:00; entonces es muy probable que la portera no esté trabajando. Deberás entonces recurrir al Dr. Turcio y esperar un rato que baje desde allá arriba. El número de teléfono es 915 0627. Hay contestador, y a veces levanto el tubo, si es una hora decente y estoy cerca. El día que llegues, desde luego, si estoy despierto levantaré el tubo antes de que hables. Incluso antes de que suene el teléfono.”

Tres ventanales enmarcaban el luminoso apartamento de Mario Levrero ubicado en la Ciudad Vieja de Montevideo. El salón, destinado por él a comedor (que también funcionaba como mesa de trabajo para los talleres), daba a un balcón amplio de cantera gris, que a cambio de que Mario jamás lo visitara llegó a convertirse para una familia de palomas en la escala previa a la azotea de sus actividades. Desde ahí se podía ver la avenida 18 de Julio vigilada de frente por el héroe de la nación. La ventana triple del comedor convertido, pues, en salón dejaba caer la luz sobre los dos únicos sillones, uno en castaño, el otro en azul claro, ambos individuales y comprados con la famosa beca Guggenheim, al igual que el aire acondicionado que ahí se disfrutaba. Había también un asiento alargado, impersonal, casi improvisado y cubierto por dos o tres almohadones pequeños. El trono de Mario era el castaño —donde, con una asombrosa exactitud de detalles, soñé a Mario una noche, antes de nuestro encuentro en persona—; el otro el de la visita, en su momento para mí. Esos sillones se comportaban como toda una ama de llaves y, sin poder desentrañar de qué modo, ejercían su autoridad sobre el visitante obligándolo a respetar la disposición de su dueño y señor. Algunas veces probé a sentarme en el trono para diversión de Mario, pero no me hallaba y regresaba al azul benevolente que me permitía tirarme despreocupadamente en posición transversal, como acostumbro. Por el ventanal del dormitorio, que sí funcionaba como dormitorio aunque fuera de día, asomaba la zona portuaria. Barcos de carga, con evidentes señales del tiempo en su aspecto, y grandes y pesadas grúas permanecían estacionados en las aguas del Río de la Plata. Desde ahí, una noche Mario tuvo una visión. Su voz emocionada llamándome hizo que corriera a asomarme. ¿Lo ves?, me dijo para asegurarse de que no era una chifladura suya. Una escalera iluminada y suspendida en el cielo aparecía a los pies de la noche oscura. Podría haber sido un fragmento de grúa, pero su inmenso tamaño no casaba con la lejanía de su posición; era tan grande, tan nítida, tan luminosa la escalera, que daba la ilusión de que estaba sobre el muelle justo al final de la calle y, a la vez, la perspectiva la manifestaba en la lejanía. Entonces se nos ocurrió que alguien debía estar entrando y saliendo del cielo, o que la chifladura de Mario era contagiosa. Yo quedé convencida de que las dos cosas eran ciertas.

Mario resguardaba celosamente su privacidad, más por su timidez ―era un hombre realmente tímido, que exigía de él un enorme esfuerzo para entablar la relación con los otros―, que por los peligros ciertos a ser invadido. Cuando se mudó a la Ciudad Vieja dejó permanecer el membrete del inquilino anterior, el nombrado Dr. Turcio, para que nadie tocara timbre. No respondía el teléfono, sino en escasas ocasiones; a través de la contestadora, escuchaba la voz de quien le hablaba dejando mensaje, y si el que hablaba tenía mail, optaba por responder electrónicamente. Para dar sus talleres literarios entraba en una especie de trance, en una personalidad que no era la habitual (“mejor en algunos aspectos, y peor en otros”, según decía él mismo). Vivía eso del taller con mucha tensión y, sobre todo, un desdoblamiento que le permitía actuar con seguridad, si no, no podía enfrentarlo. Después, necesitaba de varias horas para regresar de ese desdoblamiento. Así que al terminar el taller recogíamos parsimoniosamente las tazas de café y los restos de galletas (uno de sus gestos cálidos para recibir a los alumnos), en un silencio entendido, ligero, casi alegre por la batalla librada, y cada uno “¡a repantigarse!”, como le gustaba decirlo a él, en su sillón designado. Esas horas del regreso, generalmente las dedicaba a leer novela policial; si coincidía el final de la sesión de taller con la hora de la cena (que venía a ser la de comida y en la que, como religión, no podía faltar un buen churrasco o una milanesa, y ensalada de jitomates con ajo, cebolla y aceite de oliva), él continuaba con su lectura mientras mordisqueaba, masticaba y bebía, y para ello se valía de una botella de un litro de agua Salus, contra la que apoyaba el libro a modo de atril. Rápidamente, yo también empecé a hacer lo mismo, excepto leer las policiales. Cierto, también, que yo aprovechaba para contemplarlo y beber despacito el vaso de tannat, del que de vez en vez Mario me robaba unos sorbos, por más que fuera él quien siempre se encargara de su existencia y del queso Colonia, que me encanta. Más tarde me culpaba, con toda la seriedad que merece una broma, de que yo lo había emborrachado.

Creo que todo aquél que haya asistido a los talleres de Mario Levrero es un testigo de cómo destacaba primero los méritos que pudiera ofrecer el texto (“algo hay siempre”, me decía) y luego, sin necesidad de desollar al alumno, señalaba lo que no funcionaba. Además, antes que su opinión, siempre propiciaba la del resto de los participantes para procurar una mayor libertad de expresión. Esta manera de conducir la crítica y el análisis literarios aseguraba la armonía entre los integrantes de sus grupos. Pero hay algo más trascendente aún. El hecho de que con su método Mario lograra que cada alumno reconociera su estilo personal, garantizaba de forma natural la no competencia, ya que el alumno, en vez de perder energías y tiempo yendo tras una presa próxima, iba tras su voz propia, la que le daría originalidad e independencia.

Pienso yo que esa misma timidez de Mario contribuyó, entre otros factores, a que él durmiera de día y viviera de noche. Era su manera de dosificar, en la medida de lo posible, la actividad humana natural del día. Se levantaba alrededor de las dos o tres de la tarde e iba directo a su pequeño estudio y encendía la computadora para que empezaran a bajar los mails. Luego se aseaba prolijamente (nada de baños diarios, porque les disparaba como al diablo) y se vestía. Regresaba al estudio a ver qué había llegado; si algo le interesaba contestaba de inmediato, y enseguida tomaba su desayuno: yogur de durazno, queso curado por él mismo o unas rebanadas de jamón cocido, galletas Granix sin sal y un té. Después se medía la presión arterial con un aparatito que para el caso tenía, continuaba con la medicación y ponía fin al ritual primero del día tomando dos o tres tazas de café pequeñitas, mientras fumaba en su trono castaño. Durante el tiempo en que convivimos, extrañamente mi horario también se volteó casi de manera instantánea y comencé a vivir de noche y a dormir de día, hábito que arrastré hasta México y que me gobernó por algunos años.

El filtro de seguridad que a Mario le ofrecía la computadora para desplegar sus relaciones, lo hizo aficionarse hasta el grado de la adicción, por lo que él mismo se imponía periodos de abstinencia, en realidad inútiles y tortuosos, pero que al menos servían para que descansara la vista y escribiera a mano. Mario era capaz de pasar horas y hasta días desentrañando un programa, es decir, crackeando, siempre y cuando tuviera una utilidad práctica o bien destacara por su ingenio. Un mediodía, al despertar, encontré pegado con cinta adhesiva en el vidrio del baño un recadito donde orgulloso me decía: “Programa exitosamente craqueado a las 7:03 am.”

De vez en vez y haciendo un esfuerzo por alcanzar un rato de luz natural o durante sus periodos de abstinencia cibernética, Mario se levantaba unas horas antes, para salir del brazo de una joven amiga a caminar por 18 de Julio hasta Ejido. A veces el trayecto era un tanto azaroso por el vértigo que le provocaba el contraste entre la extensa perspectiva de la calle y la costumbre de permanecer entre las limitadas dimensiones del interior de su apartamento. Entonces había que detenerse por unos minutos para continuar después con la marcha. Eso sí, con vértigo o sin vértigo, él entraba en cada una de las librerías de viejo establecidas en ese tramo a revisar minuciosamente las góndolas, cada vez como si fuera la primera. Luego seguía hasta La Pasiva, buen lugar para hacer un alto, sentándose en el área de mesas al aire libre. El camarero que atendía esa área admiraba a Mario, no porque lo hubiera leído, sino porque siempre iba acompañado de una chica linda distinta. El hombre, bajito y delgado, se acercaba gustoso, pasaba la franela sobre la superficie de la mesa para ganar unos instantes y admirar a la chica en cuestión, y luego, bien picarón, le guiñaba un ojo a Mario; él no lo desengañaba y le hacía un discreto gesto complaciente, esperaba a que su acompañante ordenara y luego él pedía café y una medialuna rellena. La primera vez que lo acompañé, él me advirtió de la escena con el camarero. Y de verdad que resultaba divertido observarlo. Era la manera de Mario de asegurarse un disfrute compartido y un momento de buen humor, que él conseguía evidenciarlo y que, además, lo alentaba, como en tantas otras escenas similares, donde lo extraordinario se mira en lo cotidiano.

Fue hacia finales de 2001 cuando Mario me invitó a viajar a Montevideo. Dijo que era el momento justo —y creo que no se equivocó—, para encontrarnos, y para entrenarme como tallerista, a través del método de motivación a la escritura creado por él (y que yo ahora llamo levreriano). Estuve ocho semanas metida en su casa trabajando noche y día. Tuve para mí solita extraordinarias y maratónicas charlas; me hizo participar durante ese tiempo en las tres o cuatro sesiones semanales de hasta cuatro y cinco horas cada una de su taller presencial, exigiéndome todas las tareas, además de darme a leer un montón de libros, incluyendo las policiales (que no leí). Me pidió, también, que leyera las cerca de mil cuartillas de lo que sería su último libro, aún inédito entonces, La novela luminosa; crudo y entrañable, magnífico. (Durante su lectura hubo pasajes que me hicieron reír a carcajadas y entonces Mario venía a mirarme y terminaba contagiado de mis risas; hubo otros que me conmovieron hasta hacerme llorar y él, sin poder enfrentar las lágrimas, se escondía.) Puedo decir que lejos de agobiarme o de sentirme desfallecer, algo extraordinario sucedió: plena recibía diariamente las primeras luces de la mañana y era entonces cuando decidía dormir un poco para recibir más, pues quería más. En ese tiempo de vida con él aprendí a percibir, y a reconocer lo que sentía al percibir; reconocí el mundo real, me interné en el de la invención, el delirio y la fantasía, y en la fascinante dimensión onírica, y reconocí mi propia chifladura. Además, y no es poca cosa, me enseñó a enseñar asegurando la elipse que él inició en el Sur y que hoy regresa del Norte, ensanchándose poco a poco. Con el título de bruja, las experiencias compartidas, el espléndido humor y la calidez de Mario Levrero, ese tiempo lo recuerdo como una de las épocas más ricas y hermosas de mi vida (aunque bajando del vuelo al regresar a México hubiera tenido que ir directo al psicoanalista). Nunca más fui la misma, y fui mejor. Jamás tendré suficiente con qué agradecer su generosidad al mostrarme el camino para hacer lo que toda la vida quise hacer, y que no es otra cosa que escribir, escribir con el alma.

Abrazados en ese apartamento de la Ciudad Vieja escuchamos cuanta versión hubiera del Bolero de Maurice Ravel, miramos bailar a Fred Astaire en una vieja tv en blanco y negro, saboreamos a Betty Boop tanto como a la medialuna rellena, y desplegamos gozosos pasos de tango en la intimidad. Algo mío quedó por ahí, aparte de mi corazón, como por ejemplo, que le enseñé a decir “pinche”, “no mames” y “un chingo”, palabrotas que graciosamente se alojaron en su lengua materna. Solo la sensibilidad de Mario pudo realizar el encuentro amoroso de Kafka con Buster Keaton.